Ceniza

El  Calbuco entró en erupción la tarde del 30 de abril de 2015. Durante los días previos habíamos visto columnas de humo blanco ascender desde la montaña y nos había parecido una doble señal, como esas otras que ambos percibimos durante la semana del viaje a los lagos.

Volvíamos a Bariloche en auto luego de hacer algunas compras en Pucón. Alejandra venía malhumorada. Unos kilómetros atrás yo le había pedido que cebara mate. En una curva un tanto cerrada tuve que maniobrar para esquivar una piedra suelta y la camioneta se sacudió más de la cuenta. Alejandra me insultó por mi manejo brusco, por mi necesidad absurda de tomar mate cuando viajo, por la idea de este viaje, planificado en la fecha de nuestro quinto aniversario.  Me puteó con la calentura del agua a ochenta y cuatro grados, como a vos te gusta, cayéndole sobre la mano mientras yo enderezaba el auto. Recordaría luego esa curva y sobre todo la roca enorme, que se me aparecería como un rostro, deforme, la mano enrojecida de Alejandra, los mates, los recordaría siempre acompañados de cenizas

Intentaba despejar la tensión remanente. Puse música. Era nuestra costumbre desde los primeros viajes por el país, en aquel otro auto mañoso que tenía rota la calefacción y metía calor todo el tiempo, en verano a treinta y siete grados por las rutas de Santiago. Teníamos siempre la precaución de llevar la música de viaje: Silvio, Sabina, Serrat, esa suerte de trinidad a la que nos entregábamos incondicionales. Era de la única manera en que Alejandra cantaba. El caño de escape libre del auto tronaba; las ventanillas venían abiertas para sobrevivir al caldo en que se convertía el habitáculo por la calefacción rota; el coro del mundo se metía entre nosotros y en medio de todo, Alejandra cantaba, entre mate y mate y ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo, cuando caigan.

Pero esta vez Alejandra no cantaba. Miraba por la ventana. El paisaje conservaba aún los colores del otoño, las montañas de hojas en cualquier momento serían sepultadas por la nieve y el frío.

— Pará

El tono de voz me asustó, temí haberme distraído demasiado con la música, como me pasaba a veces y ella tenía que advertirme sobre algún peligro en el camino.

Le pregunté qué pasaba. Cuando la miré vi que había dejado de mirar el paisaje y señalaba un punto adelante.

— Prendé la radio, por favor.

Toda la semana habíamos visto desde muy lejos las fumarolas de la montaña. En la televisión habían dicho que el volcán mostraba más actividad, pero que no había nada que indicara una erupción inminente. Alejandra señalaba hacia un lugar detrás del conjunto de montañas más cercanas a nosotros.

— No me gusta nada. Mirá todo ese humo, se incendia la montaña Javier, tengo miedo, apurémonos.

Me detuve en un recodo alto del camino. Callé a Sabina y conseguí captar una emisora de Bariloche. Emitían una programación de emergencia. El volcán Calbuco había comenzado a erupcionar y se esperaba que la actividad volcánica aumentara en las próximas horas.

Atardecía. El aire se había llenado de una luz difusa y el paisaje se tornó irreal.

—No se mueve nada. Fijate los árboles.

No corría viento.

—Los fotógrafos le llaman a esta hora "La hora mágica", por esos colores locos que capta el lente con esta luz. ¡Cómo me gustaría sacar fotos, mirá qué maravilla Javier!

Cada vez que estábamos de viaje y caía la tarde, Alejandra me contaba acerca de la hora mágica. Recuerdo la primera vez, cuando le dije que yo la conocía como "La hora azul" y que me parecía mucho más apropiada para la nostalgia y las despedidas, y ella se había puesto a argumentar en contra, hasta que nos dimos cuenta de ambos estábamos gritando sobre un tema ridículo y nos miramos y enseguida comenzamos a reír.  

—Bajemos, le dije, y ella no dudó y tomó la cámara y bajó conmigo.

No supe si ella disimulaba o no. Si lo hacía logró convencerme de que en ese momento no tenía miedo. Cuando subieramos al auto, o mañana, la calamidad en ciernes podría alcanzarnos. Ahora, rociada de cenizas Alejandra hacía foco en las hojas cenicientas, en las formas blandas que iban tomando las copas de los árboles, en las marcas que dejaban en el camino los autos que pasaban, en una flor al costado de la ruta, medio oculta ya en una pila de ceniza.

Anochecía cuando llegamos al control de aduanas. En los mostradores la gente se agitaba. Se escucharon protestas y hubo amenazas de los carabineros.

— Argentinos tenían que ser, dijo a media voz una señora que parecía ser la maestranza del puesto fronterizo.

— Blanditos los güevones

Me pareció que sólo yo la escuché. La mujer se alejó y volví a la realidad de la cola de migraciones y a Alejandra, que ya había terminado de pasar y me miraba desde fuera del salón con los brazos en jarra.

— Apurate Javier, se nos cae el cielo encima.

Detrás de mí se comenzaba a agolpar la gente. Rostros congestionados, mezcla de temor y de impotencia, pero también de enojo contra estos chilenos vende patrias, traidores y encima de todo, vagos, a ver si apuran y nos atienden de una vez, bronca contra el cielo, que hedía a azufre, bronca contra ese temor antiguo que llevamos grabado en la sangre, ese temblor instintivo del hombre ante el trueno. Y bronca también contra dios, que aprieta pero no ahorca y si sucede, conviene, bronca contra todo lo inevitable que llovía sobre nosotros, sobre todas las cosas, mientras dios se rie de nosotros que temblamos, porque somos tan blanditos, qué güevones.

— Ya está, vamos al auto.


Para cuando volvimos al auto era noche cerrada y no se veían estrellas.

— No alcanzo a distinguir si son nubes o ceniza que viene del volcán. ¿Cuánto falta para llegar al hotel?

Intentaba mantener a raya mi ansiedad. Hubiera matado por un cigarrillo o mejor aún, por mi pipa, por un cuenco fragante de buen tabaco de Dinamarca. Me había costado horrores superar los primeros días sin fumar. Estuve de mal humor al menos una semana y la opresión del pecho no me había abandonado durante meses.

— Me parece que son solo nubes, Ale, subí y vayámonos.

Me acordé de la vez que nos agarró una tormenta cruzando las altas cumbres en Córdoba y las nubes nos envolvían y la montaña retumbaba y Alejandra daba alaridos, pero no de miedo, reía de nervios porque estábamos pasándola tan bien, y qué son los viajes sino los accidentes que hay para contar luego.

— Parece la tormenta del Champaquí, ¿te acordás? Podríamos hacer lo mismo de, ¿qué te parece?

Guardo la imagen de ese momento. Yo hablé de la tormenta, lo de volver a hacerlo y Alejandra pareció olvidarse de todo lo que veníamos arrastrando esos días, del volcán, de que el cielo se caía sobre nosotros, y solo rió. Rió fuerte y libre, liberada, rió y fue como si su voz se autoreplicara en ecos octavados y de repente reía y llegaba hasta las lágrimas y volvía a empezar. Yo me había puesto a reír también, y le agradecí el gesto de aceptar la anécdota de las altas cumbres como una suerte de tregua. Esa moneda última conservaba aún su valor de restaurar las fisuras y nos salvaba de nosotros mismos y de nuestras miserias y nos devolvía por un instante al tiempo en que éramos la mejor versión de nosotros.

Cuando por fin dejó de reír, Alejandra me miraba con la mirada aún humedecida por tanta carcajada.


—Gracias Javier. Vayámonos de una vez antes de convertirnos en ceniza.

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