Las Historias de Don Rolo (Capítulo I)

Don Rolo es un personaje prodigioso. Cualquiera que lo vea sentado en “El Andén”, un bar de esos que ya no quedan, como no quedan excéntricos tan fantásticos de la cepa de Don Rolo, cualquiera que lo vea, digo, siempre libro en mano, un café negro (“corto, como vivir, amargo, como el amor, e intenso, como hembra buena”) y el eterno cigarrillo haciendo equilibrio entre sus dedos, podrá pensar que ese señor ya encanecido, un poco torvo a primera vista y lacónico, en principio al menos, pueda tener algo de especial. “Pibe, ¿te das cuenta que mucha gente cuando habla no dice nada? Deberían gravar el habla. Creo que así uno se ahorraría de escuchar tantas pavadas ¿no te parece?”. Lapidario, como ven.

Nunca me dijo por qué cosa conmigo fue tan condescendiente y jamás me compadreó como hace, más en broma que de veras, con casi cuanto ser se arrime al bar. Lo cierto es que no creo que falte a la verdad si digo que somos amigos.

Para que ustedes comprendan la singularidad de Don Rolo lo diré del modo más sencillo: el hombre es una enciclopedia viva de lo más curiosa. En medio de la más banal conversación trae a la mesa algún relato de la Revolución Francesa, o nos hace doblar de risa contando una payasada de alguno de todos los bufones que poblaron las cortes europeas durante tanto tiempo. Y así como uno puede escucharlo hablar de algún partido de fútbol de hace cinco décadas, de una anécdota del virreinato español en la América colonial, también puede oírle contar con una maestría goyesca y a la vez lunfarda, por ejemplo, un mito o leyenda clásico.

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