La taza de té

Había estado de juerga toda la noche y tuvo que levantarse temprano para tomar el tren. Sentía dolores de cabeza y náuseas. El viaje se hacía monótono. El repiqueteo de las ruedas del tren le taladraba los oídos. Salió del camarote en el que viajaba y fue al vagón comedor. Habló con un dependiente que le facilitó un sobre de sales y un vaso de agua.

A la salida de la estación Alemania tomó un colectivo destartalado que lo dejaría en Cafayate, luego de tres horas de sacudidas a través de la Quebrada de las Conchas.

Empezaba a anochecer cuando Arturo entró en la farmacia. El viejo Quispe estaba detrás del mostrador como siempre, la cabeza gacha, la mirada fija en un viejo tomo.

—Estoy que me muero, Profesor, se me parte la cabeza y no pude comer nada en todo el día.

—Calavera no chilla, galán.

El viejo Quispe miró a Arturo con mal fingida rudeza y ambos se palmearon los hombros mientras reían. Se pasaron las novedades.

—Murió Don Aguilar, ¿te enteraste? Lo enterraron hace dos días. Todo el pueblo estuvo ahí.

Tomás Aguilar había sido el heredero de una fortuna en viñedos, animales y bodegas. Se había casado muy joven con Eva Tapia, hija de terratenientes. Eva tuvo dificultades para quedar encinta. Perdió varios embarazos y todos ya daban por hecho que era estéril. Sin embargo, cerca de sus 40 años, Eva murió dando a luz a Emilia.

Emilia creció sin conocer privaciones de ningún tipo, atendida por un ejército de cuidadores, tutores y maestros. Su padre podía permitirse holgadamente pagar lo que fuera necesario para que su hija estuviera contenta.

Pronto Tomás pasó a ser Don Aguilar y Emilia creció feliz entre caballos petisos y fiestas a las que venían los hijos de los empleados del padre y los hijos de su maestra de piano.

—Y Emilia, ¿cómo está ella?

—Nunca voy a entender qué le has visto, Rey. Vos sabés que te aprecio como un hijo, pero creo que esa chica no te conviene. No te digo que no sea bonita, porque lo es, pero un pedazo de piedra es más blando que su mirada, Arturo. Nos desprecia.

—Somos sólo amigos, Quispe. Ella la ha pasado mal. El viejo está muerto, pero bien que las ha hecho todas antes de estirar la pata. Él tiene la culpa de que Emilia esté sufriendo. Me da lástima que ella no tenga a nadie ahora, Quispe. Y no nos desprecia, sólo que está acostumbrada a otra vida nomás.

Ese verano Arturo visitó frecuentemente a Emilia Aguilar en la estancia “El Negro”, bastión donde en otro tiempo Don Aguilar tejía y destejía las fortunas de la gente que dependía de él. Vestido de luto pasaba sus ratos libres acompañando a Emilia en sus paseos por los cerros, a veces a caballo, a veces en una zorra que pedía prestada a los muchachos del obrador.

Para todos era evidente que Emilia y Arturo sólo estaban esperando que finalice el período de duelo para hacer pública su relación.

Cuando se cancelaron las obras del tramo vial, que ya jamás se haría, y Arturo le comunicó a Emilia que en dos semanas debía irse a otro destino, en otra provincia, a dieciocho horas de tren de distancia, Emilia perdió la cabeza.

Lo invitó a tomar el té a las cinco para charlar un poco antes de despedirse. Fue a hacer compras al pueblo. Pasó por la farmacia y el mercado. Horneó pan. Puso la mesa, ventiló la casa y esperó.

Arturo llegó a tiempo. Saludó con un beso casto en la mejilla. Entraron a la casa y Emilia dejó a Arturo en la sala mientras preparaba la merienda en la cocina. Arturo paseó la vista por la biblioteca de Don Aguilar. Las vitrinas estaban cerradas desde hacía décadas y no se podía saber si alguien alguna vez había leído uno de esos tomos.

—Tenés más libros acá que el Profesor en la biblioteca de la farmacia, Emilia.

—Esos eran de mi padre. Arriba tengo mis propios libros. Sentate, ya sirvo el té.

Él se sentó y ella sirvió té y le ofreció pan. Estaba aún tibio.

—Gracias. Té inglés, ¿verdad? Está riquísimo. ¿Este pan lo amasaste vos? Huele fantástico.

Emilia sirvió otra taza, tomó el cuchillo y cortó otras dos rodajas de pan. Le sirvió la segunda a Arturo y puso una delante de ella.

—Lo amasé yo, ¿quién más? Me alegro de que te guste. En otra época lo hubiera hecho Amalia, la cocinera. O podría haber enviado al chofer de mi padre a buscar pan fresco al pueblo. ¿Te conté ya que en la casa grande había una docena de empleados? Seguramente alguien hubiera venido a cumplir mi pedido. Sea cual fuere. Pero ya no más.

La voz de Emilia se había puesto tensa pero mantenía aún el tono de confidente.

—No sabía nada acerca de los negocios de mi padre. Me dejó en la ruina. Él, que ayudó a todo el mundo. Que tiene una calle que lleva su nombre. Que tiene foto con el gobernador y juega póker con los diputados. Él me dejó en la ruina. Él me dejó. Mi madre también me dejó apenas nací. ¿Vos también ahora me querés dejar?

Emilia se había puesto a mirar el portarretratos sobre la chimenea. Su padre la observaba desde otro lugar en el tiempo.

La cabeza de Arturo estaba ya sobre la mesa, encima de un trozo de pan y la taza de té volcada.

—¿Tenés sueño, Arturo, mi Rey?

Emilia arrastró el cuerpo de Arturo hasta la cama del dormitorio, se echó a su lado y apagó la luz del velador.

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