Con el pan bajo el brazo

Vivimos en el barrio Las Flores, partido de Moreno, en una casilla de madera prefabricada. La pared que separa mi cama de la pieza mis padres es bastante fina y anoche escuché que mamá lloraba.

—El bebé va a llegar con un pan bajo el brazo, ya vas a ver. Esta semana seguro que consigo algún trabajo, dijo papá y mamá no lloró más.

Papá se fue temprano a buscar trabajo. Yo fui al colegio y a la vuelta mamá me pidió que vaya comprar algunas cosas. No me dio dinero, sólo la libreta roja del fiado. Me encargó que me fije en que el Tano no anote cosas de más.

El mercadito del Tano queda al fondo del barrio, como a diez cuadras desde nuestra casa, al lado están la farmacia y la verdulería, además hay un par de locales de ropa y zapatillas y una juguetería. Del otro lado de la calle está mi colegio y el campito donde jugamos a la pelota.

En el mercado no había mucha gente. Doña Ester, la vecina de enfrente de casa, estaba en la fila de la caja, delante de mí.

—Dicen que vienen saqueando. Anoche mi hermana llegó corriendo y contó que en Las Dos Marías reventaron el almacén y la ferretería.

El Tano escupió una bola de tabaco en una lata que tiene al lado del taburete y se limpió la nariz.

—Que vengan si quieren. Pero más les vale que pasen primero por la iglesia y arreglen sus cosas con el de arriba. Porque si los agarro, el próximo desayuno se los va a servir San Pedro.

El Coqui dice que el El Tano tiene una escopeta escondida bajo el mostrador. El Coqui es mi compañero de banco en la escuela. Una vez escuché que papá le contaba a mi tío Raúl que El Tano había sido policía y que va siempre armado y que en varias ocasiones le han querido robar y él corrió a los ladrones a los tiros. No me gusta venir al mercadito.

—¿Pan, leche y arroz? Dame la libreta. Y decile a tu viejo que pague lo que debe o no hay más fiado, me dijo el Tano y no me animé ni a mirar qué había anotado.

Cuando me iba escuché que doña Ester nombraba a mi papá y algo más que no entendí. El Tano volvió a escupir en la lata.

En el camino de vuelta a casa me crucé con los chicos Sosa. Se habían juntado con los otros pibes de la cuadra frente al pool, que además tiene metegol y máquinas de videojuegos.  Mamá no me deja juntarme con ellos porque dice que son mala influencia. A mí me caen bien porque me eligen el primero en los picaditos, además me convidan golosinas y el Juan me presta su bicicleta.

—Las balas no eran de verdad, tonto. Eran balas de goma, que si la cana tira con plomo no queda nadie vivo. Igual lo peor fue el gas pimienta. Esa mierda se te mete en los pulmones y te quema por dentro, explicaba Alberto, el mayor de los Sosa

—Mi viejo tiene dos marcas de gomazos que le hizo la yuta la otra vuelta, a la salida de la cancha. Parecen marcas de varicela, así redondas y arrugadas. O como la marca de la BCG que te ponen en el brazo.

Todos nos miramos el hombro izquierdo. Me acordé de la reacción que me agarró cuando me vacunaron. Estuve con mucha fiebre y falté a clases tres días. Me pregunté si las balas de goma también te daban fiebre.

El Juan me invitó a ir con ellos en bici al barrio Las Catonas, que está por la ruta como a media hora.

—Vamos, te llevo atrás. Dicen que va a haber quilombo en el centro comercial. Seguro que algo podemos agarrar.

Le dije que no podía, que mi mamá estaba esperando que le lleve las compras. La verdad es que me habían dado ganas de ir con ellos, pero sabía que si padre se llegaba a enterar, iba a estar castigado una semana completa.

Seguí caminando. Frente la zapatería estaban trabajando en la vidriera.

Una vez padre vino con el paraguayo Elgidio y trajeron una soldadora eléctrica. La puerta de casa era de chapa y se habían roto las bisagras. Papá me mostró cómo se ve la soldadura y me explicó que no hay que mirar sin antiparras porque te podés quedar ciego.

—Metele pata que quiero terminar hoy, Elgidio. Más vale que la reja aguante. Hacele otra puntada acá, dale.

Cuando llegué a casa, mamá estaba acostada. Los últimos días se lo pasaba en casa y le costaba moverse por la panza, que estaba enorme. Papá me había dicho que faltaba poco para que el hermanito saliera y mamá me había mostrado cómo le pegaba patadas desde dentro.

—¿Tenés mucha hambre, hijo? Ahora me levanto y te preparo un rico arroz con leche y canela, como a vos te gusta.
Era pasado medio día y prendí la tele. Los dibujos animados habían terminado y daban Los tres chiflados. A mamá no le gustaban. Decía que tres hombres grandes dándose golpes no era un buen ejemplo para los chicos.

Mamá se sentó a mi lado y me sirvió arroz con leche y pan tostado.

—Cuando venga tu papá vamos a hacer una comida rica, tomá.

Nunca me gustó hacer la siesta, pero madre me pidió que me quedara con ella, porque no se sentía bien. Acomodamos la tele frente a la cama y nos pusimos a mirar. Después de Los Tres Chiflados pasaban dos capítulos de El Zorro.

En algún momento me quedé dormido. Soñé que estábamos pescando con mi papá y sacábamos uno enorme y él lo cocinaba en la parrilla, al lado del río.

—Hijo, despertate, necesito que vayas urgente a la salita. El hermanito está por nacer
Ya empezaba a hacerse de noche y papá no había vuelto. La salita de primeros auxilios quedaba pasando el colegio. Mamá me pidió que corriera para pedir que venga la ambulancia. Cuando había hecho cinco o seis cuadras empecé a escuchar gritos. Al principio no entendía nada, pero para el lado del colegio se veía gente corriendo. Oí que explotaban petardos, creí que eran petardos, como los que la gente tira en navidad. Era diciembre, pero aún faltaban dos semanas para las fiestas.

Corrí lo más rápido que pude. Mamá me había encargado que no me demorara con nada en el camino, con los nervios que traía ni siquiera entendí qué me decía el Juan, que pasaba corriendo para el lado de su casa, cargando unas cajas de zapatillas bajo los brazos. Un poco después vi al Alberto Sosa, que gritaba algo sobre la policía y también corría con paquetes. Estaba lleno de gente, como cuando se arma el corso y pasan las comparsas por la avenida y todo el barrio se junta en las veredas. Yo intentaba pasar por entre medio, pero eran demasiados y me atropellaban.

Me faltaban dos cuadras aún para llegar a la salita. Del lado de la escuela estaba quieto, pero en los negocios era todo un lío. Habían arrancado la persiana del mercadito y la gente salía con bolsas llenas de mercadería. Yo trataba de apurarme pensando en mamá, en que el hermanito estaba por nacer y en que mi papá volvería en cualquier momento a cenar.

Escuché una explosión tremenda. Venía de arriba del mercado. Levanté la cabeza y vi que el Tano estaba arrodillado sobre el techo y apuntaba la escopeta hacia mí.

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