La puerta Falsa

El auditorio se puso de pie, los aplausos ascendieron fervorosos desde la platea al escenario, bajaron en torrente de los palcos colmados y por treinta minutos nadie se retiró del teatro. La crítica teatral eligió la obra como el éxito de la temporada. Fue la consagración definitiva para Joaquín Robinho, el coreógrafo que toda compañía de danza codició en adelante para sí. Para Joaquín, sin embargo, el éxito con que en aquella noche se lo premió tenía sabor a mentira. Nadie más que él lo sabía. Durante meses antes de la presentación de la obra había trabajado en el diseño de cada uno de los pasos, los veía en su mente, los hacia cuerpo y se los enseñaba a los bailarines uno por uno. El acto final era el más intenso, el verso final de un poema que había escrito con delicados movimientos y sutiles sinuosidades, con suaves ondulaciones de cuerpos que tenían en carne viva el alma. Era el que más técnica y destreza requería. Precisamente en ese último cuadro de la obra residía el defecto. Joaquín Robinho sabía que le faltaba un paso, la transición de una posición a otra, el eslabón dorado que completaría toda esa cadena de exquisitos movimientos. Más que saberlo, lo presentía como una verdad latente, como una presencia vital que se le escurría delante de los ojos cuando intentaba hacerlo movimiento corpóreo. Sin aquel movimiento la obra era un diamante impuro.

Pasó días y noches en busca de ese paso extraviado, pero nunca lo encontró. La fecha prevista para el estreno llegó sin que él hubiera hallado el movimiento que debía hacer perfecta su obra. Nunca se lo dijo a nadie, pero guardó dentro de sí la amargura de saber que la obra que le abrió las puertas al éxito era una puerta falsa.

Pasaron años, varias décadas. Joaquín Robinho envejeció y una enfermedad hizo que fuera necesario que se internara en una clínica especializada. Una noche, mientras Joaquín descansaba sabiendo que estaba tocando el borde último de su vida, una brisa veraniega se coló entre las celosías que habían quedado entornadas. El viento revolvió las cortinas sedosas y transparentes. Allí lo vio. El paso que durante años se le había escurrido se le presentó nítidamente en los pliegues que el viento imprimió en las cortinas de gasa. Joaquín Robinho cerró los ojos y en su mente vio a la compañía de danza ejecutar el último acto de su mejor obra. Por fin descansó, sabiendo que la obra era perfecta.

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