Edén
Camina con los ojos entrecerrados mientras atraviesa una penumbra ciega. Avanza con paso seguro entre los altos anaqueles atiborrados de libros. Extiende una mano y con el dedo índice va rozando uno a uno el lomo convexo de cada libro. Se detiene. “El alimento de los Dioses, H. G. Wells, pasillo C5, cuarto estante, 1905”, susurra entre dientes. Toma un libro y sigue su camino. Un poco más adelante un haz de claridad recorta el marco de una puerta. Entra al estudio y recién entonces puede ver que el libro que ha tomado es el que necesitaba. Sonríe. Hace mucho tiempo que conoce de memoria el orden de la mayoría de los tomos. Después de que el último visitante se hubo marchado, recorre las mesas de lectura, recoge los libros que han quedado abandonados indolentemente y, como una madre que acuna a sus hijos, los coloca en sus respectivos estantes. Es extremadamente minucioso en su trabajo y no tolera que uno solo de sus libros esté fuera de lugar. Tres décadas hace que es titular de la Biblioteca y se precia de dirigir el único recinto público ordenado de toda la ciudad. Vive en una pequeña buhardilla en los altos de la sala mayor de lectura. Muy pocas veces sale, sólo cuando alguno de sus amigos libreros le informa que hay a la venta un ejemplar valioso o alguna colección rara, aunque de ser posible hace que se la envíen allí mismo. Le disgusta el mundo que existe fuera de los límites del edificio de la Biblioteca, la selva de calles estrepitosas, la maraña de gente atropellándose, el ruido abrumador de los motores que rugen, de las bocinas que braman improperios, el pulso frenético. La ciudad de día. En las venas oscuras en que los subtes y los trenes discurren, en el hambre voraz de los colectivos que engullen y vomitan pasajeros, en las flechas de los carteles que en cada esquina apuntan en todas direcciones y a ninguna, el bibliotecario presiente la obra de una mano que delinea las aristas de un dibujo maléfico. Los pasillos de la Biblioteca en cambio son su Edén, su tierra de promisión. Allí las cosas tienen un aroma doméstico y acogedor. Sólo en compañía de los silentes infolios siente tranquilidad por saberse en el hogar, acunado en el abrazo cálido de lo cotidiano que serena su espíritu. Piensa en la veracidad de estas palabras y recita: “El desorden de fuera no lo entendemos porque es más grande que nuestro corazón. Lo que entendemos es el orden del jardín, siempre tan confortable”, El dueño de la herida, Antonio Gala, pasillo N12, tercer estante, 2003”.
Comentarios
Y es un hermoso texto.
No comprendo como solamente tienes dos seguidores ¿estás haciendo los deberes?
Confieso que lo tenido en mi mente se vio modificado cuando leí el comentario de mariaje acerca de su concepción de la palabra "atiborrado" y se me ocurrió esta picardía:
atiborrar.(De atibar y borra).
1. tr. Llenar algo de borra, apretándolo de suerte que quede repleto.
2. tr. Henchir con exceso algo, llenarlo forzando su capacidad.
3. tr. Atestar de algo un lugar, especialmente de cosas inútiles.
4. tr. Llenar la cabeza de lecturas, ideas, etc. U. t. c. prnl.
5. tr. coloq. Atracar de comida. U. m. c. prnl.
Creo que las acepciones 2 y 4 son "harto" (según el DRAE, bastante o sobrado, acepción 3) adecuadas pero aún así se me "abarrota" algún pensamiento (apretar o fortalecer con barrotes algo, acepción 1) y me persigue la acepción 5 de atiborrar, coloquial ella e indigna para este texto...
Este Edén "me llena la cabeza de ideas" y recuerdos... La casa de papel, la famosa frase "hacer el amor" con las nocturnas palabras... el envío y reenvío de textos en madrugada o tardes lánguidas, esa mesita de luz con torres babélicas de libros leídos y por leer.
Para los que amamos bibliográficamente, gracias por el texto.
Cordis.
Salut, Mari. Y gracias por dejar huella.
Cordis: bonita picardía la tuya. Y como a vos, ahora vuelven los juegos de palabras y sentidos, la invencion de vocablos, las mitologias inventadas. Hay una Casa de papel que conocí gracias a vos, y late un poco en este relato, es cierto. Gracias por pasar y enriquecer.
Salut, Cordis