La nervadura de las hojas
Una sala de reuniones. Una gran mesa oval. Dos personas. “Sabemos que usted es un excelente empleado y que ha dejado varios años de su vida en ese escritorio. Sus reportajes y crónicas han contribuido al reconocimiento de nuestra revista como referente en el medio cultural. Sin embargo, los cambios en las exigencias del mercado demandan una reorientación profunda de nuestra estructura y el tipo de contenidos que publiquemos de ahora en más -está diciendo el nuevo director editorial-. Nuestra editorial es una gran familia, y la Gerencia ha tomado nota del deber que tiene: vigilar los intereses de la mayoría y asumir como primordial responsabilidad velar por el bienestar común. Ese, y no otro, es el motivo por el que prescindiremos de sus servicios. Lo sentimos mucho”. Eugenio Alonso hace rato ha dejado de oír. Mira el movimiento de la boca del director y oye las palabras, pero su mente está por completo en otro lugar. De la mañana para la tarde ha pasado de redactor estable a desempleado.
A pesar de que la noticia de su despido le provoca natural inquietud, Eugenio no permite que la desazón ocupe por completo su ánimo. Dedica algunos días a varios asuntos domésticos que hace tiempo viene posponiendo para más adelante. Arregla unas gotereas en el techo del garaje, pinta los frentes de la casa, poda los árboles y corta el césped del jardín. En esas labores anda cuando un vecino que pasea su perro lo aborda: “Ey, Alonso, ¡qué raro usted tan temprano en casa! ¿No trabaja hoy?”. Eugenio piensa en alguna mentira que inventar porque lo avergüenza estar desempleado. Sin embargo, contesta: “La verdad, Seoane, hace una semana me han despedido, así que aprovecho mientras tanto para reparar un poco la casa que se nos esta viniendo abajo”. “Cuánto lo siento, Eugenio, con el talento que tiene usted, no se entiende que hagan eso. Vea que yo compraba esa revista sólo por esos artículos tan interesantes que usted escribe”. “Parece que la nueva gerencia no opina como usted, Dalmiro”, murmura Eugenio, más para sí que para el otro, y vuelve al trabajo. Dalmiro Seoane saluda y se marcha, sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Esa misma noche, mientras está cenando, Eugenio recibe una llamada telefónica. “Alonso, cómo le va, buenas noches. ¿Está ocupado?” “Nada importante. Diga Dalmiro, ¿en que le puedo ser útil?” “Vea. Tengo una idea que quizás le interese. ¿Podría pasar por mi casa mañana por la tarde?” “Consultaré la agenda. Ya sabe que soy un hombre con demasiadas ocupaciones”, dice Eugenio, y Dalmiro festeja la broma.
Tal cual lo acordaran el día previo, Eugenio Alonso visita a Dalmiro Seoane en su casa. Entre dos tazas de café, Dalmiro explica a Eugenio cuál es el motivo de la cita. Quiere escribir su biografía. Más bien, quiere que Eugenio la escriba. Eugenio no comprende del todo qué interés podría tener para alguien un libro que relate la vida de un hombre que no ha sido político, ni artista, ni se ha destacado en el deporte. Como siente respeto hacia su vecino, ensaya otra excusa: “Pero Dalmiro, yo no soy escritor, soy periodista. Y ni siquiera he cursado estudios, soy lo que se dice, Escribiente. No creo que alguien como yo podría hacer lo que usted necesita”. Pero Seoane no suelta prenda fácilmente. Aunque Eugenio no lo sabe, Dalmiro fue durante muchos años un excelente negociador cuando trabajó en una empresa dedicada al comercio de ultramar. “Vea, Eugenio. No le pediría esto si no supiera que está usted capacitado para escribir mi biografía. Tengo la intención de dejar a mis nietos el relato de mi vida como obsequio, como una compensación por el tiempo en que estuve demasiado ocupado en mis negocios como para estar con ellos. Como le dije ayer, los reportajes que usted ha escrito para esa revista son una clara muestra que usted sí sabe como hacer atractivo el relato de una vivencia. Es eso lo que me ha decidido a hacerle esta oferta”. Tanto insistió Dalmiro que Eugenio no pudo negarse. Más allá de lo extraña que resultaba la propuesta, se sentía halagado. Por otra parte, hacer el trabajo de restaurador de viviendas no era precisamente lo que más le agradaba, y la cifra que Dalmiro Seoane le ofreció por el trabajo completo lo terminó de decidir en favor de hacer el intento. A fin de cuentas, estaba sin trabajo y precisaba dinero.
Para su sorpresa, Eugenio Alonso sentía verdadero placer en convertir la narración que Dalmiro Seoane hacía de su vida en algo mucho más rico que una mera enumeración de hechos singulares. Los hechos en si mismos tenían como único mérito servir como una suerte de explicación a acontecimientos ulteriores que precisaban de ese antecedente. Como buen lector que era, Eugenio sabía las ideas generales que pueda tener una persona, no son las que hacen único a un ser. La nervadura de una hoja, el rastro que deja un caracol a su paso, una gota de lluvia que estalla en tierra, lo mismo que la sinuosidad de una vena, las manías y caprichos o las manifestaciones de carácter, ésas son las cosas que convierten a un ser en algo sin paralelo en el universo. Allí residía el secreto del arte de Eugenio, en su capacidad para poder ver estos detalles en cada persona a la que entrevistaba y en que luego, cuando volcaba sus impresiones en palabras, tenía el valor estético de escoger, de nombrar lo que convertía a un ser en único entre todos los posibles. Seis meses pasaron luego de la primera charla en la que Dalmiro Seoane le solicitara a Eugenio Alonso que fuera su biógrafo. Cuando estuvo concluida su biografía, Dalmiro supo que no se había equivocado. Sin que las débiles protestas de Eugenio valieran como impedimento, Dalmiro consiguió que un editor que era amigo suyo imprimiera el libro. Si bien la tirada fue más bien modesta, en poco tiempo se habían vendido todos los ejemplares. La editorial pronto tuvo que lanzar una segunda edición, ya que varias librerías habían hecho pedidos urgentes. Con no poca sorpresa, Eugenio Alonso se convirtió de desempleado en un biógrafo solicitado por hombres y mujeres que veían en sus vidas algo digno de quedar escrito.
Juan Rivera, un jockey que regalara tardes memorables a muchos amantes del turf, está sentado en un sillón del estudio de Eugenio. Con un vaso de whiskey el la mano, el hombre cuenta a Eugenio un sinfín de eventos de su vida. Es vivaz y siempre tiene alguna salida humorística. Ahora se inclina un poco hacia Eugenio y baja la voz hasta convertirla en un susurro. Le cuenta una anécdota sobre un amorío con una actriz poco conocida. “Oiga, pero no se le ocurra escribir eso, ¿eh? Que sea un secreto profesional, ¿de acuerdo?”, dice, y Juan Rivera suelta una risotada que hace temblar los cristales. Eugenio Alonso también ríe, pero guarda en su memoria lo que el otro le ha contado. Años más tarde, esa historia será parte del libro que conseguirá un premio internacional. Pero eso, ya es parte de otra historia.
A pesar de que la noticia de su despido le provoca natural inquietud, Eugenio no permite que la desazón ocupe por completo su ánimo. Dedica algunos días a varios asuntos domésticos que hace tiempo viene posponiendo para más adelante. Arregla unas gotereas en el techo del garaje, pinta los frentes de la casa, poda los árboles y corta el césped del jardín. En esas labores anda cuando un vecino que pasea su perro lo aborda: “Ey, Alonso, ¡qué raro usted tan temprano en casa! ¿No trabaja hoy?”. Eugenio piensa en alguna mentira que inventar porque lo avergüenza estar desempleado. Sin embargo, contesta: “La verdad, Seoane, hace una semana me han despedido, así que aprovecho mientras tanto para reparar un poco la casa que se nos esta viniendo abajo”. “Cuánto lo siento, Eugenio, con el talento que tiene usted, no se entiende que hagan eso. Vea que yo compraba esa revista sólo por esos artículos tan interesantes que usted escribe”. “Parece que la nueva gerencia no opina como usted, Dalmiro”, murmura Eugenio, más para sí que para el otro, y vuelve al trabajo. Dalmiro Seoane saluda y se marcha, sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Esa misma noche, mientras está cenando, Eugenio recibe una llamada telefónica. “Alonso, cómo le va, buenas noches. ¿Está ocupado?” “Nada importante. Diga Dalmiro, ¿en que le puedo ser útil?” “Vea. Tengo una idea que quizás le interese. ¿Podría pasar por mi casa mañana por la tarde?” “Consultaré la agenda. Ya sabe que soy un hombre con demasiadas ocupaciones”, dice Eugenio, y Dalmiro festeja la broma.
Tal cual lo acordaran el día previo, Eugenio Alonso visita a Dalmiro Seoane en su casa. Entre dos tazas de café, Dalmiro explica a Eugenio cuál es el motivo de la cita. Quiere escribir su biografía. Más bien, quiere que Eugenio la escriba. Eugenio no comprende del todo qué interés podría tener para alguien un libro que relate la vida de un hombre que no ha sido político, ni artista, ni se ha destacado en el deporte. Como siente respeto hacia su vecino, ensaya otra excusa: “Pero Dalmiro, yo no soy escritor, soy periodista. Y ni siquiera he cursado estudios, soy lo que se dice, Escribiente. No creo que alguien como yo podría hacer lo que usted necesita”. Pero Seoane no suelta prenda fácilmente. Aunque Eugenio no lo sabe, Dalmiro fue durante muchos años un excelente negociador cuando trabajó en una empresa dedicada al comercio de ultramar. “Vea, Eugenio. No le pediría esto si no supiera que está usted capacitado para escribir mi biografía. Tengo la intención de dejar a mis nietos el relato de mi vida como obsequio, como una compensación por el tiempo en que estuve demasiado ocupado en mis negocios como para estar con ellos. Como le dije ayer, los reportajes que usted ha escrito para esa revista son una clara muestra que usted sí sabe como hacer atractivo el relato de una vivencia. Es eso lo que me ha decidido a hacerle esta oferta”. Tanto insistió Dalmiro que Eugenio no pudo negarse. Más allá de lo extraña que resultaba la propuesta, se sentía halagado. Por otra parte, hacer el trabajo de restaurador de viviendas no era precisamente lo que más le agradaba, y la cifra que Dalmiro Seoane le ofreció por el trabajo completo lo terminó de decidir en favor de hacer el intento. A fin de cuentas, estaba sin trabajo y precisaba dinero.
Para su sorpresa, Eugenio Alonso sentía verdadero placer en convertir la narración que Dalmiro Seoane hacía de su vida en algo mucho más rico que una mera enumeración de hechos singulares. Los hechos en si mismos tenían como único mérito servir como una suerte de explicación a acontecimientos ulteriores que precisaban de ese antecedente. Como buen lector que era, Eugenio sabía las ideas generales que pueda tener una persona, no son las que hacen único a un ser. La nervadura de una hoja, el rastro que deja un caracol a su paso, una gota de lluvia que estalla en tierra, lo mismo que la sinuosidad de una vena, las manías y caprichos o las manifestaciones de carácter, ésas son las cosas que convierten a un ser en algo sin paralelo en el universo. Allí residía el secreto del arte de Eugenio, en su capacidad para poder ver estos detalles en cada persona a la que entrevistaba y en que luego, cuando volcaba sus impresiones en palabras, tenía el valor estético de escoger, de nombrar lo que convertía a un ser en único entre todos los posibles. Seis meses pasaron luego de la primera charla en la que Dalmiro Seoane le solicitara a Eugenio Alonso que fuera su biógrafo. Cuando estuvo concluida su biografía, Dalmiro supo que no se había equivocado. Sin que las débiles protestas de Eugenio valieran como impedimento, Dalmiro consiguió que un editor que era amigo suyo imprimiera el libro. Si bien la tirada fue más bien modesta, en poco tiempo se habían vendido todos los ejemplares. La editorial pronto tuvo que lanzar una segunda edición, ya que varias librerías habían hecho pedidos urgentes. Con no poca sorpresa, Eugenio Alonso se convirtió de desempleado en un biógrafo solicitado por hombres y mujeres que veían en sus vidas algo digno de quedar escrito.
Juan Rivera, un jockey que regalara tardes memorables a muchos amantes del turf, está sentado en un sillón del estudio de Eugenio. Con un vaso de whiskey el la mano, el hombre cuenta a Eugenio un sinfín de eventos de su vida. Es vivaz y siempre tiene alguna salida humorística. Ahora se inclina un poco hacia Eugenio y baja la voz hasta convertirla en un susurro. Le cuenta una anécdota sobre un amorío con una actriz poco conocida. “Oiga, pero no se le ocurra escribir eso, ¿eh? Que sea un secreto profesional, ¿de acuerdo?”, dice, y Juan Rivera suelta una risotada que hace temblar los cristales. Eugenio Alonso también ríe, pero guarda en su memoria lo que el otro le ha contado. Años más tarde, esa historia será parte del libro que conseguirá un premio internacional. Pero eso, ya es parte de otra historia.
Comentarios
Y me encanta esa referencia a la naturaleza en un hombre que se sabe urbanita...
Qué lindo, una historia que rompe por un ratito el molde del relato micrísimo.
“tenia el valor estético de escoger, de nombrar lo que convertía a un ser en único entre todos los posibles”… sigo acumulando exquisitas frases pereyrianas, vos pensás que algún día la recopilación me hará famosa si la edito?
A propósito, pon la tilde en “tenia” de lo contrario la saginata acabará con la vida de Eugenio…
Cordis.
Cordis: Haga con mis frases lo que quiera. Siempre que pague los derechos de autor, claro. A la tenia le hemos aplicado un antiparasitario de lo más efectivo.
Salut y gracias por la corrección. En ambos sentidos.