Viva la tristeza! (Spleen)

                                                                 I

Fue un niño silencioso. No hubo padres insomnes por ocuparse de calmar su llanto, ni corridas al hospital por quemaduras de primer grado. No hubo vecinos con protestas por vidrios rotos, ni abuelos que se quejaran de su vocabulario soez. Es más, poca gente escuchó alguna palabra de su boca los primeros cinco años de su vida. En la escuela se colocaba a un lado del patio de juegos y miraba a los demás niños jugar con una pelota, o perseguirse en el juego del escondite. Él leía una revista de historietas, o dibujaba redondeles en el suelo con la punta del pie o con algún palito. Cuando alguna maestra le preguntaba por qué no jugaba con los otros niños, no respondía. Si la maestra insistía, su cara comenzaba a congestionarse y sin motivo aparente, rompía en llanto. Era como si las lágrimas estuvieran siempre en estado de alerta, y ante cualquier tipo de emoción se agolparan en sus ojos y brotaban profusamente, incontenibles. Ese carácter ensimismado le daba un cierto aire de fragilidad que combinaba a la perfección con una estampa angelical que lo absolvía de cualquier sospecha de maldad. Cuando creció, su carácter se mantuvo esencialmente igual. Las lágrimas ya no eran tan frecuentes, pero su rostro constantemente daba cuenta de que estaba abrumado de vacío, si eso es posible. Con todo, tenía algunos amigos que lo apreciaban, tal vez fuera precisamente por su forma de ser, tan poco dada a la alegría. Por lo demás, no son tan extrañas este tipo de relaciones: pareciera que la debilidad o fragilidad de otros fuera un punto de atracción para algunas almas, que se sienten menos miserables en compañía de alguno que constantemente tiene el peso del mundo en sus ojos. Cuando le preguntaban, “Ey, esa cara… ¿por qué estás tan triste?”, respondía: “No lo sé. Mi tristeza es sólo tristeza. Es una de esas palabras que no se define con ninguna otra palabra. Y ustedes ¿por qué no están tristes?”. Callaba entonces, y todo el que lo oía no podía dejar de sentirse tocado por esa obscuridad que latía en él, sintiéndose un poco triste también por no tener una respuesta válida a esa pregunta.

                                                                 II

Con el tiempo sucedió algo sorprendente. Sin que mediara intencionalidad de su parte, poco a poco fueron reuniéndose en torno a él personas tristes. Jóvenes ávidos de poesía amorosa y desencadenada, novias enamoradas plantadas en el altar, muchachos que, como el Werther de Goethe, coqueteaban con la idea de barrerse de un plumazo del mundo, poderosos empresarios insatisfechos que habían descubierto que todo su dinero no compraba lealtad sino obediencia, y la lista englobaba a tristes de los más diversos orígenes y estratos. La tristeza se hizo un estilo de vida. Marcaba el modo de mover las manos, la manera de entrecerrar los párpados, la cadencia de la voz. Dictaba los temas de conversación e imponía los colores de moda, tristes también. Se organizaron tertulias literarias para leer a los poetas y escritores más sombríos. Desfilaban por el aire las voces de Rimbaud y Baudelaire, de Dostoievsky y Strindberg, de Walter Benjamin y Thomas S. Elliot. Era notable ver la concurrencia a estas reuniones: la gente llegaba triste, y tristemente declamaba versos o leía atormentadas historias. Los nocturnos de Chopin afligían el aire y las paredes lucían ataviadas con reproducciones de los tenebristas: Tintoretto, Caravaggio, Rembrandt y toda la escuela flamenca. No pasó mucho tiempo antes de que el mundillo cultural se hiciera eco del renacimiento del Spleen, esa rara afición por la melancolía que tanto auge había tenido en el siglo XIX. Lo invitaron a dar conferencias en las universidades y firmó artículos en cuanta revista de difusión cultural hubiera. Entonces, prestigiosos editores se interesaron por el fenómeno de la tristeza revitalizada. A nadie extrañó que sus libros desaparecieran a las pocas horas de llegados a las librerías. Los escritores noveles copiaban su estilo y sus temas, le pedían consejo, querían saber si sus escritos reflejaban suficientemente la tristeza y desolación de sus almas abatidas.

                                                                IV

Para cualquiera, todo esto que le sucedía tendría un nombre unívoco: éxito. Sus amigos, los mismos que antes se preocupaban por su rostro alicaído, ahora lo felicitaban y le enviaban misivas afectuosas y admirativas. Uno de los más allegados, orgulloso de contar con su amistad y afecto, le preguntó: “Y ahora, con todo esto que te sucede, ¿no estás contento con el éxito logrado? ¿No te alegra haber conseguido lo que tantos otros desean y buscan toda una vida sin llegar jamás a poseerlo?”. Y él, sin mostrar el menor signo de emoción, con la mirada perdida en alguna parte del horizonte, dijo: “Esto que llamas éxito, amigo, es lo que más me entristece. Ahora, más que nunca, la tristeza es la única perspectiva de vida posible. No podría, por más que alguna vez llegara a desearlo, cosa que me parece imposible, dejar de ser triste. Tengo como obligación la tristeza: me debo a mis admiradores”.

                                                                 V

No hubo forma de detener la catástrofe. De tan ridícula resulta inverosímil. Sucedió así: lo invitaron a participar como jurado en un evento que tenía fines benéficos. No es que le interesara demasiado hacer caridad, pero sus promotores insistían en que su público tenía derecho a contar con su presencia activa. Entre otros espectáculos, una afamada bailarina daría una demostración de danza artística sobre hielo. Si fue por un error en la ejecución o por mal estado de la pista, no se sabe. Lo cierto es que la fatalidad quiso que en un giro la patinadora fuese a dar con toda la humanidad en el suelo helado. El golpe no pasó a mayores, pero en medio del silencio y la tensión que provocó la caída, una risa demoníaca resonó en toda la sala. Las miradas convergieron en un solo punto: allí estaba el cultor de la tristeza, doblado de risa, completamente fuera de sí. Reía como poseso, indiferente por completo a las miradas de reprobación del público. Con el mismo furor con que el ambiente cultural lo exaltó a la cumbre de la admiración, los críticos literarios, las gacetillas, los diarios y revistas, todo el que tenía posibilidad de alzar la voz por algún medio público, lo condenaron al ostracismo. Ya nadie tomó en serio su tristeza. El mundo le endilgó haber fingido una pose, creada sólo con el fin de dar vida a un personaje llamativo, pero con un fondo fatuo e insensato. Se quedó solo. Completamente solo. Ni siquiera sus amigos de antaño se dolieron de él. Ya nadie hizo apología de la tristeza. Incluso sus libros fueron retirados de circulación por nulidad de ventas.

                                                                Coda

Algunas tardes puede vérselo sentado en algún banco de plaza o en algún café. En sus ojos se ve el peso de un mundo opaco y triste; todo su ser emana una melancolía densa, casi palpable. Cuando piensa en lo ridícula que es su existencia, asiente con la cabeza, frunce un poco el entrecejo y sonríe, apenas, tristemente.

Comentarios

mariajesusparadela ha dicho que…
No sé si hay algun motivo para pasar de II a IV (y saltarte el III).
No sé cuánto triste se esconde detrás de una sonrisa; ni cuánto burlón detrás de la tristeza.
Sé que a veces reímos sin motivo y otras lloramos de alegría.
Y sé que me gustó el relato.
El Griego ha dicho que…
Estimada Mari:

El motivo para la ausencia del III, es más bien anecdótico. Lo dejaremos en secreto por ahora, pero prometo contarlo. Y yo creo que sí, que a veces hay alegrías que no son tales, que son escaparates. Pero también es cierto que a veces sucede que hay risas que nos vienen de las entrañas, y esas son tan verdaderas como el dolor de una pérdida. Y, como vos decís, están esas otras alegrias y penas más raras, mas extravagantes si se quiera, que prescinden de motivo y sólo vienen. Vienen por un rato y son. Simplemente son.

Me alegro que te haya gustado.
Salut!

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