Domesticar palabras
Con tanta invasión foránea en cuanto ámbito del discurso exista, me he puesto en la tarea de delinear técnicas para domesticar palabras. Es probable que haya fracasado redondamente. Lo más, estas notas sueltas en mi bitácora: atender a los siguientes posibles apartados y categorías: del por qué las esdrújulas sean todas cantantes líricas; del por qué las graves se visten siempre de negro y las agudas, lloran; del por qué los hiperónimos prefieren los sistemas capitalistas; del por qué la familia de los parónimos tienen alma histriónica y la de los homónimos sean siempre fabuladores; sobre monosilábicas y su relación con la clase social oligárquica; sobre las bi y trisilábicas y la constitución de la clase media; sobre las polisilábicas y la problemática en familias de escasos recursos; de cómo hacer siamés lo disímil (Ej.: el Nano, te guste o no, y aunque realmente no sé si me gusta mas de ti lo que te diferencia de mí o... O: Anaxágoras y un señor viejo, regañón y barbudo en el ágora. “Que sí! Que no! Que lo distinto! Que lo semejante! Que se atraen! Que se repelen!”) No olvidar: tallar en madera de acacia sendo cartel para el frente de la academia y barnizar dos veces por año: “Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro…”
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