Variacion sobre Los cuentos de Ise ( I Parte)

En mi cuarto no caben más muebles. Resta apenas el espacio necesario para moverme: me encuentro cercado por la cómoda para los trapos (sólo los de estación, no pida mas, amigo) una mesa de luz con despertador radio portátil vaso con agua nocturna sed. Hombre prevenido, se sabe. Con un paso recorro el intervalo que va de la cama al escritorio con la computadora y una silla, y dos pasos más sobran para ganar la puerta.
En mi biblioteca no caben más libros. Una pared con tres módulos de estantes completos. Sobre cada línea de anaqueles repletos de tomos verticales, otros menos afortunados apilados en modo horizontal; sobre la cómoda, varias pilas de horizontales; sobre el televisor muchos de los más queridos, o frecuentes, o más recientes. También horizontales. (Leía hace unos días que entre algunas elites pseudoculturosas es un pecado intelectual mirar televisión. No se sulfuren, inquisidores. Este aparato pide hace años la visita de un técnico). Y los de la mesa de luz en posiciones varias, y los del bolso de mano, la lectura de turno. Ah, no olvidar. Los de facultad encerrados en una caja de cartón, bajo siete llaves.
(Adición realizada luego de hablar con S.: En mi cuarto no caben más muebles, en mi biblioteca no caben más libros. En mi mente los recuerdos amontonados en descomunal desorden. Y el aguijón de sentir la exigencia obsesa, la ardua necesidad de ser cabal con mi tarea de restaurador curador lutier: ellos vienen, irrefrenables, impolutos y obcecados. Entonces el insomnio a medio día: operación de atender sus pretensiones en tiempo y forma, sus voces estridentes, sus rapsodias y sus calidoscópicas figuras. En mi mente. ¿En mi corazón no cabe más? ¿Qué más? Que no haya más territorio para un dolor antiguo, moderno o contemporáneo. Que la piel no se condene descubierta para ganar una herida. Que se clausure la venta de odios y rencores, antipatías, aversiones, resentimientos y todas sus prosapias. Que se preserve de tanto naufragio un rincón tranquilo con pájaros nocturnos. Que en una grieta reseca se salve una semilla de cualquier flor silvestre. Que mi cuenco de sangre y tambor se vacíe de terror a la ausencia. Que consiga decir sin más, como Luis Eduardo: Prefiero, amor, amar…)
Esta tarde garabateaba un texto. (La expresión es errada, por cierto. Bendito seas, editor de texto. Enriquecido, según reza el Léame. Bendita tecnología. Amén) Recordé haber leído alguna cosa, y en un arranque de precisión me levanté para buscar el volumen en el que suponía estaba la raíz de mi recuerdo. Que soy torpe manipulando objetos no justifica el resultado: de entre los horizontales literalmente saltó al vacío un tomo que hace años se encontraba aprisionado entre congéneres. Los cuentos de Ise, Ariwara No Narihira. Biblioteca Personal Borges, tapa dura, negro azulado con letras doradas. Como no podía ser de otra manera, el libro volador se abrió, así, natural, descuidadamente. Leí.
Sobra decir que no era el libro que buscaba, que olvidé por completo la cita que originó mi movimiento y el consecuente intento de suicidio de aquel libro, y que los micro universos de haikus me enredaron con sus tramas sutiles.
Los designios son así, simplemente suceden. Como el arte, como el amor. Ya no pude sustraerme a la tentación que cayó sobre mí. Borges mismo presagió en el prólogo al libro de Narihira lo que sería mi travesura: imaginar circunstancias que justifiquen esos versos.

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