Variacion sobre Los cuentos de Ise ( II Parte)

En Asincrónico Modo

XXX
Una vez un hombre envió esto a una dama a la que veía raramente:
El tiempo de nuestros encuentros
Sólo dura lo que un relámpago
Me digo,
Pero vuestra ausencia
Parece una eternidad

Llego por fin a la Terminal de Ómnibus, en Retiro. No tengo apuro. Restan aún dos horas para nuestro encuentro. Me falta todavía tomar el Costera Criolla, plataforma uno, autopista Buenos Aires - La Plata . El ticket en mi mano, una cifra para el asiento, la hora de partida, el valor del viaje. Calculo rápidamente: tardaré una hora más en llegar a La Plata. Perfecto. En un bolsillo del abrigo la dirección y el nombre del lugar que elegiste para esta ocasión. No conozco muy bien La Plata, pero creo que lo encontraré sin mayor dificultad. Y luego esperar a que llegues. Esperar…
    Llegaste hasta mí como irrumpen la mayoría de las cosas que se vuelven imprescindibles. Un improbable accidente: viste en alguna página una palabra mía, algún vómito con aire literario provocado por la ingesta indiscriminada de nocturnidad y alevosía. Lo demás fue como siempre sucede. La fuerza de las causalidades que nos arroja en un océano inclemente de palabras, que a veces nos perdona la vida y nos deposita en playas vírgenes o costas pobladas de otros náufragos que se reconocen por detalles ínfimos: una manera de decir, el color de una frase, la elección de una palabra en un momento dado. Un tema cotidiano como todos, pero visto con el ojo extraviado en la belleza. Una frase de Clarice Lispector, “quiero una verdad inventada”. Un déjà vu de perfumes, una rara afición por la melancolía.
    Casi sin darnos cuenta fundamos un territorio personalísimo donde nacieron bares ficticios, muchachos que olvidaban libros en alguna mesa y muchachas que los recogían para tener una excusa de volver a esa misma mesa con la esperanza de un encuentro fortuito. Como el nuestro.
    Yo esperaba anhelante frente al monitor a que aparecieras trayéndome montañas de onomatopéyicas carcajadas, e hicieras un desfile íntimo de pésimas fotografías movidas, o con capturas de tu pose-sonrisa con ojos cerrados o en alguna descuidada postura incriminatoria. Y montones de anécdotas lacrimógenas que ponían en evidencia la total falta de circunspección de tu pasar por este mundo y el sistemático desinterés por un status quo obligatorio y moralista.
    Nos gustaba encapsularnos hasta la embriaguez en esa región particular que construimos con tangos de Astor Piazzolla, con poesías de Alejandra Pizarnik y los insustituibles y amados cuentos de Julio Cortázar, nuestro paredro. Pasábamos horas enteras conversando de temas imposibles, riéndonos a carcajadas de nuestros propios rostros desfigurados de ternura y deseo.
Una taza de café a medio vaciar. Un cenicero que pide inmediata profilaxis. Afuera la tarde que solloza mansamente. Adentro, una pareja sentada unas mesas mas allá, conversa en voz baja. Afuera la lluvia, una plazoleta, un perro deambula indeciso indiferente al tiempo, automóviles con los limpiaparabrisas que saludan, gente apresurada camina encogida bajo paraguas. Adentro los cristales de las ventanas empañados, de a ratos, lloran también. Mi libreta de notas abierta y el bolígrafo junto a un libro de Marlowe. Una frase escrita hace unos minutos: "No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final."
    Y un día la piel nos anunció su urgencia, y en cuerpo y sed nos entregamos solidarios y sumisos a la consumación del antiguo culto a Eros. Y entonces la boca se nos desbordó de apretados besos súbitos y lentos. Nuestros brazos entrelazados urdieron artesanalmente su símbolo perfecto. Yo esculpí tu cuerpo tembloroso con mis manos ávidas. Vos me dibujaste con los ojos cerrados un corazón en el pecho. Y por fin los dos nos colmamos de infinita ternura y silencio.
    Nos quisimos. Nos quisimos viajeros de sur a norte y del silencio al grito, entre Córdoba y Buenos Aires nos quisimos, con andenes y terminales y valijas e itinerarios en taxis bicolores. Nos quisimos amantes en un hotel de media estrella y cielo raso con espejos, entre ásperas sábanas y empalagosos perfumes nos quisimos, errantes entre las diagonales laberínticas de La Plata. Nos quisimos entre cafés y cigarrillos, en un fondín sin ventanas y primer piso, escondidos de las miradas acusadoras de los inquisidores. Nos quisimos noctámbulos de a cuatro bares por noche e incontables confesiones en todos los bancos de todas las plazas, entre copas y dos botellas de vino tinto y teatro de ciegos nos quisimos. Nos quisimos fervientes en un cuarto de pensión en esta ciudad con campanas, ensimismados lectores de Pessoa y Süskind con fondo de Bach y Las Variaciones Goldberg nos quisimos. Nos quisimos extáticos con ojos bien cerrados y el alma absorta con una melodía de Miles Davis. Nos quisimos caminantes entre San Telmo y el Puente de Las Mujeres, arqueólogos devotos de las librerías de Corrientes nos quisimos, en un bodegón español y con frutos de mar y sin probar bocado, y entre los eucaliptos del Parque Sarmiento entre mate y lágrimas nos quisimos. Nos quisimos, tanto y de tantas maneras.
Miro el reloj por enésima vez. Llevás quince minutos de retraso y ya hace más de cuarenta y cinco minutos que te espero. Pido otro café para distraerme. Menos mal que siempre tengo la precaución de traer algo para leer. Supongo que si logro matar el tiempo esta ansiedad se va a aburrir de tomarme el pelo, y dejará de hacerme encontrar en cualquier mujer que pase por la vereda un parecido a vos, a tu manera de andar, a tu cabello siempre revuelto, o la forma de tu cuerpo o tu espalda, solo para descubrir el error y reír en silencio pensando qué dirías si te contara. En cualquier momento vas a trasponer esa puerta con una sonrisa suspendida en tu rostro, como siempre que nos vemos, como tantas otras veces.
    Pero junto con nuestro arcano accidente, también descubrimos que éramos dueños de abismos demasiado hondos e inciertos . Que fuera de nuestra cápsula particular el mundo seguiría esperándonos allí para el inevitable ajuste de cuentas y saldos. Que tanta cosa irrenunciable que fue cayéndonos encima como una lluvia ácida, nos dejó tal vez una estela de claridad demasiado agostada e inasible como para irradiar la necesaria luz que nuestra verdad entrañablemente concebida exigía para seguir siendo. Sin que nuestra mística se agotara en la inercia y el tedio, sin claroscuros de presencias y abandonos, sin un sólo juicio sobre hechos e intenciones. Sin lágrimas, casi sin decir palabra, sin desamor. Tan sólo con un abrazo, un último anillo silente de inmenso cariño, nos alejamos.
    La misma ventanilla de ómnibus que recibió otras tantas veces nuestros besos arrojados como flechas incendiarias nos vio esta vez mirarnos fijamente desde una distancia ya insalvable y final. Yo te miraba desde el andén. Cerraste la cortina como si fuera un gesto de renuncia a salvar esa imagen como postrer recuerdo. Comprendí tu solicitud silenciosa. Partí cabizbajo, apretando los labios para no gritar.
Me avisás por un mensaje de texto que estás demorada, que un paciente llegó fuera de turno, que vas a llegar más tarde de lo previsto, que te disculpe y que ni se me ocurra irme.

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