Las manos del artesano

El abuelo Anselmo era músico. Muchos de sus amigos lo venían a buscar para que tocara con ellos en las fiestas patronales de los distintos pueblitos santiagueños. Fue artista revelación en el festival Cosquín del '58, lo que le valió fama entre sus colegas. Sin embargo, cuando uno le preguntaba qué era lo que más le gustaba hacer, el abuelo decía sin dudar: "Trabajar la madera, construir instrumentos. Eso es darle cuerpo y vida a la música, es como tener hijos, un acto de amor". El abuelo Anselmo era músico, pero por sobre todo era un artesano exquisito. De todas partes del mundo le pedían sus primorosos violines, guitarras, bombos legüeros y charangos. Cada uno de ellos era tan único como las manos que lo habían construido.

Fue mi abuelo quien hizo especialmente para mí la que sería mi única guitarra. Me la regaló cuando cumplí diez años. “En este instrumento te regalo todo lo que soy, y todo lo que sé hacer. Cada vez que toques alguna música en esta guitarra, vas a escucharme cantar con vos, y cada vez que la tengas cerca tuyo, voy a ser yo mismo a quien abraces”, me dijo. Sólo él creyó que yo podría tener algo de talento, porque a decir verdad, eso mismo que a mis hermanos mayores les era tan natural y hacían sin esfuerzo alguno, quiero decir, la música, hasta ese momento era para mí todo un misterio, algo bello, pero incomprensible.

Contra todos los pronósticos familiares, a los pocos días de recibida mi guitarra, podía tocar las chacareras que el abuelo me enseñaba, y en poco más de un año, había superado a todos mis hermanos en técnica y expresividad musical. Aprendí los distintos idiomas que puede hablar una guitarra: desde la bossa nova al jazz, desde el folklore al tango, desde la música clásica a la andina y la amazónica. Toqué en muchas partes del mundo. Grabé discos con artistas internacionales. Me supe con talento, y el mundo me parecía un lugar agradable. Pero todo eso terminó.

Estaba de gira. Fuimos a un bar a festejar con algunos músicos de una banda de jazz con los que habíamos estado tocando. Tomé de más, me descompuse y decidí volver al hotel. Me detuve frente al ascensor a esperar que bajase. Unos muchachos, tan o más borrachos que yo, esperaban detrás de mí y gritaban. Cuando el ascensor llegó les cedí el paso. No quise subir con ellos para evitar problemas. Como el ascensor tardaba en bajar, decidí subir por las escaleras. Eran tan sólo dos pisos. El cansancio y la embriaguez me perdieron. Cuando llegué al último tramo de la escalera, sentí vértigo y náuseas, por poco ruedo escaleras abajo. Tuve un reflejo rápido a pesar de todo, y conseguí asirme de la baranda. Rápido, sí… pero por no romperme el alma, solté el estuche en el que llevaba la guitarra, y fue ella la que cayó . El estuche se abrió y la guitarra desnuda golpeó una y otra vez hasta que por fin se detuvo. Cuando llegué al rellano, vi que estaba destruida. Las cuerdas estaban sueltas y ensortijadas, y ambos clavijeros pendían como manos rotas. Los puentes se habían soltado y el cuerpo de madera estaba todo astillado, roto en varias partes. Lloré como un niño.

El abuelo no estaba ya para arreglar mi guitarra, o fabricarme otra igual. Había muerto hacía ya algunos años. Visité luthiers de todas partes, los mejores del mundo. Ninguno pudo hacer nada. Compré otra, y otra, y otra más. Ninguna servía para nada. No podía tocar, mis manos habían olvidado cómo hacer música. Peor que eso. La música se había ido de mí. Jamás pude volver a tocar siquiera una melodía simple. La música era un regalo del abuelo, vivía en en el instrumento que sus manos habían modelado para mí con amor. Eran sus manos las que tocaban por mí. El abuelo Anselmo se fue. Los pedazos de mi guitarra los conservo en el mismo estuche que aquella noche no la pudo salvar de mi torpeza. La música, como mi abuelo, está ya perdida para siempre. Ya no habrá música en mis manos.

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