Seducción en la barra
Está sentada en la barra de un bar, bastante ebria, la mirada turbia, la voz pastosa. Él la acompaña. Se ha propuesto no dormir solo esta noche. “Cuando tenía veinte, ¡qué bonita era!, –dice ella con tono melancólico-. No había esquina en la que un taxista no me dijera un piropo. Aún los hombres que iban con sus esposas se daban vuelta a mirarme. Yo veía cómo ellas les tiraban del saco, o los pellizcaban, y me moría de risa. Todos los muchachos del barrio me invitaban a salir y mis amigas se morían de envidia. Pero ahora, vea. Mire estas patas de gallos, ¿ve? ¡Y estas manos! ¡Y aquí, mire el cuello, mire cómo lo tengo! Si me hubiera visto usted en aquel entonces, ah, ¡qué bonita era!”. Él comprende que es momento de decirle algo que la haga sentir bien. “Realmente creo que es mejor que no la haya conocido entonces, y sí ahora y que esté como está”, suelta. Ella lo mira y enarca las cejas. “¿Qué me quiere decir, señor?” “Sucede que, bueno, ante cualquier cosa demasiado bella, ante una mujer muy hermosa por ejemplo, me descompongo, me da algo como un ataque de epilepsia, caigo al piso y babeo como un perro hambriento, los ojos se me desorbitan y me han llegado a tomar por loco. Así que, ya ve”. Ella lo mira y le toma una mano. “Pero qué cosas más dulces me dice, señor”, responde, completamente conmovida.
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Salut!