Bajo perfil

El mío era un departamento pequeño, lo que se dice un departamentito. Chiquito chiquito. Al ingresar, un solo golpe de vista bastaba para abarcarlo todo. O casi todo: una exigua cocina, una cocinita digamos, que quedaba fuera del campo de visión, por la simple razón de que para introducirse en la cocina, había que tener cerrada la puerta de entrada del departamento. Que el cuarto de baño tampoco fuera observable a simple vista era de agradecer. Uno jamás ha sido suficientemente ordenado, así que bien podía suceder que dentro hubiera una colección de objetos y prendas que, naturalmente, no eran susceptibles de ser expuestos a cualquier mirada indiscreta.

Con tan reducido espacio, aunque decir espacio es toda una hipérbole, nadie pensaría que pueda existir inconveniente alguno para que prontamente, con dos o tres muebles pequeños, un par de sillas y una mesa, ese cuchitril quedara tan atiborrado que fuera casi ineludible moverse dentro como un campeón de salto en alto.

Sea como fuere, aunque la escasez de espacio favoreciera la pronta saturación objetal, la escasez de divisa líquida hizo obligatorio el establecimiento espacial, en principio provisorio, con un mínimo indispensable. Para decirlo sin ambages: el día que me mudé a mi departamentito llevé un colchón (la cama nunca hizo falta, ya explicaré por qué), un escritorio para la computadora, una silla y cuatro cajas enormes repletas de libros.

La zona dormitorio, digo zona, porque no había tal cosa, sino un único ambiente oblongo, como ya he dicho, quiso ubicarse en el extremo septentrional de mi petite maison, enfrentada a una ventana con celosías. Las fallebas nunca funcionaron como debían, por lo que era común que cualquier madrugada tormentosa el azote del viento me diera tremendo susto. Tanto así que más de una vez caí redondamente al piso. Cosa nada difícil, claro. Como ya dije, la ausencia de la cama propiamente dicha fue suplida por una mala imitación de alfombra estilo turco -de origen presumiblemente chino- y sobre ella, el colchón, y en la cúspide, yo.

El mediterráneo fue el sitio señalado para el hasta entonces único mueble, quiero decir, el escritorio. Y la silla, que también es un mueble, pero ya se sabe que todo objeto pierde consistencia cuando uno deja de tenerlo dentro del campo visual, cosa que es bastante común en el uso de las sillas. Alguien podrá decir que todo aquel que, asumiendo una postura mas bien canchera colocase la silla al revés, es decir, con el respaldo como apoyabrazos, bien podría seguir nombrando mueble a la silla. Pero no era el caso: como ya se dijo, mi silla era sólo la compañera indispensable del mueble escritorio.

A falta de otro apelativo diré “espacio restante”, para referirme al paso y medio que quedaba de lugar antes de darse de lleno con la puerta de salida. Las ocasiones en las que recibía gente unos cuantos almohadones que de ordinario servían como ornamento del colchón, hacían de asentaderas. Completaba el humildísimo “juego” de living otra pequeña alfombra, que circunstancialmete alternaba entre el papel de mesa, paño de cartas, esterilla para tomar mates, o simple apoya pies. Descalzos, claro.

Si has estado atento, lector, comprenderás que todo en mi departamentito estaba a nivel del suelo. No lo he dicho aun, pero si hubo algo difícil de resolver, fue la disposición de la biblioteca. No era cosa de romper la armonía, accidental o forzada, es cierto, que tenia mi habitáculo. Un amigo que me visitó cierto día me sugirió la que sería una solución armónica a la vez que práctica. Conseguimos algunos troncos de apariencia rústica y con unas tablas cedidas por otro amigo confeccionamos una biblioteca de estilo “romántico”: no es que hayamos buscado inspiración en catálogo alguno de arte, no. Sencillamente mi biblioteca corría arrumbada a tres de las cuatro paredes del cuchitril: era la figura de un abrazo constante, conmigo dentro.

En este espacio transcurrieron vitales asuntos que en otra ocasión contaré. La vida allí era estrictamente de una chatura absoluta. Y creo que en esa chatura, como pocas veces, fui feliz.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Una flor de nomeolvides - Milan Kundera

Las Historias de Don Rolo (Capítulo I)

Undine - Abelardo Castillo