Ayer aprendí una nueva palabra: contubernio. Llegás a la casa de tus amigos, los mirás con inteligencia, guiñás un ojo y les decis:"Este si que es un contubernio como dios manda, che". Tiene carácter, a que sí.
(Nota: Por solicitud de los incondicionales, hacemos lugar al pedido de aclaraciones. Si el sentido de lo anterior no queda claro, mire aquí y aquí )
“Se dijo: cuando el asalto de la fealdad se vuelva completamente insoportable, compraré en la floristería un nomeolvides, un único nomeolvides, ese delgado tallo con una florecita azul en miniatura, saldré con él a la calle y lo sostendré delante de la cara con la vista fija en él para no ver más que ese único hermoso punto azul, para verlo como lo último que quiero conservar para mí y para mis ojos de un mundo que he dejado de querer. Iré así por las calles de París, la gente comenzará pronto a conocerme, los niños irán corriendo pronto tras de mí, se reirán de mí, me tirarán cosas y todo París me llamará: La loca del nomeolvides” (Milan Kundera, La inmortalidad )
La sirenita viene a visitarme de vez en cuando. Me cuenta historias que cree inventar, sin saber que son recuerdos. Sé que es una sirena, aunque camina sobre dos piernas. Lo sé porque dentro de sus ojos hay un camino de dunas que conduce al mar. Ella no sabe que es una sirena, cosa que me divierte bastante. Cuando ella habla yo simulo escucharla con atención pero, al mínimo descuido, me voy por el camino de las dunas, entro en el agua y llego a un pueblo sumergido donde hay una casa, donde también está ella, sólo que con escamada cola de oro y una diadema de pequeñas flores marinas en el pelo. Sé que mucha gente se ha preguntado cuál es la edad real de las sirenas, si es lícito llamarlas monstruos, en qué lugar de su cuerpo termina la mujer y empieza el pez, cómo es eso de la cola. Sólo diré que las cosas no son exactamente como cuenta la tradición y que mis encuentros con la sirena, allá en el mar, no son del todo inocentes. La de acá, naturalmente, ignora todo esto. Me trata con res...
Don Rolo es un personaje prodigioso. Cualquiera que lo vea sentado en “El Andén”, un bar de esos que ya no quedan, como no quedan excéntricos tan fantásticos de la cepa de Don Rolo, cualquiera que lo vea, digo, siempre libro en mano, un café negro (“corto, como vivir, amargo, como el amor, e intenso, como hembra buena”) y el eterno cigarrillo haciendo equilibrio entre sus dedos, podrá pensar que ese señor ya encanecido, un poco torvo a primera vista y lacónico, en principio al menos, pueda tener algo de especial. “Pibe, ¿te das cuenta que mucha gente cuando habla no dice nada? Deberían gravar el habla. Creo que así uno se ahorraría de escuchar tantas pavadas ¿no te parece?”. Lapidario, como ven. Nunca me dijo por qué cosa conmigo fue tan condescendiente y jamás me compadreó como hace, más en broma que de veras, con casi cuanto ser se arrime al bar. Lo cierto es que no creo que falte a la verdad si digo que somos amigos. Para que ustedes comprendan la singularidad de Don Rolo lo diré de...
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