Las Historias de Don Rolo (Capítulo II)
Estamos Don Rolo y yo, que salí hace diez minutos de la oficina y, a la vez que me desintoxico de doce horas de indigestos papeles contables, aprovecho para conversar un poco con mi amigo, de lo que sea él que tenga ganas. O de nada, porque también es habitual ese silencio obstinado en Don Rolo.
Se nos une Juan, otro de los habituales del bar. Tiene más o menos mi edad y trabaja cerca de aquí. Es abogado. Juan se ha ganado la fama de, por lo menos, exagerado: mucho de lo que cuenta tiene siempre ese barniz novelesco que a uno lo deja con la sensación de que el muchacho está contando alguna película hollywoodense llena de efectos especiales.
Luego de sentarse y pedir un whisky doble (“en las rocas, che” le dice al mozo. Tiene esas cosas Juan: parece como si estuviera siempre pendiente de que lo que haga sobresalga, de la manera que sea), sonríe ampliamente y suelta: “No se imaginan la mina con la que estuve anoche. Una princesa. Qué digo, una diosa escapada del Olimpo”. Don Rolo mira su cigarrillo, levanta un segundo la vista y me mira medio segundo. Hay un brillo maligno en sus ojos. Por supuesto, Juan no lo nota, como nunca se da cuenta de nada de lo que sucede en derredor. Sigue contándolo todo acerca de su diosa griega: en poco tiempo tenemos un cuadro más o menos completo de la anatomía, presunta al menos, de la señorita en cuestión.
- Oíme, Juan – dice Don Rolo, completamente serio ahora - ¿no tenés miedo de hablar así?
-¿Miedo? ¿Debería? ¿Acaso estoy diciendo algo que lo ofenda, Don Rolo? – contesta Juan, con los colores de su rostro cruzando la línea del rosa tenue camino al púrpura.
-¿Pero cómo te pensás que me voy a ofender yo, pibe? No, si lo digo por vos nomás.
-La verdad que no comprendo qué me está queriendo decir, Rolo.
El hombre se queda callado, fuma despacio, junta las manos frente a sí. Parece como si los ojos se desdibujasen; como si buscara algún recuerdo en su memoria; como si revolviera algún mueble cerrado desde hace tiempo; como si buscase los restos de alguna ciudad milenaria. Se ha convertido en un arqueólogo metódico.
Se nos une Juan, otro de los habituales del bar. Tiene más o menos mi edad y trabaja cerca de aquí. Es abogado. Juan se ha ganado la fama de, por lo menos, exagerado: mucho de lo que cuenta tiene siempre ese barniz novelesco que a uno lo deja con la sensación de que el muchacho está contando alguna película hollywoodense llena de efectos especiales.
Luego de sentarse y pedir un whisky doble (“en las rocas, che” le dice al mozo. Tiene esas cosas Juan: parece como si estuviera siempre pendiente de que lo que haga sobresalga, de la manera que sea), sonríe ampliamente y suelta: “No se imaginan la mina con la que estuve anoche. Una princesa. Qué digo, una diosa escapada del Olimpo”. Don Rolo mira su cigarrillo, levanta un segundo la vista y me mira medio segundo. Hay un brillo maligno en sus ojos. Por supuesto, Juan no lo nota, como nunca se da cuenta de nada de lo que sucede en derredor. Sigue contándolo todo acerca de su diosa griega: en poco tiempo tenemos un cuadro más o menos completo de la anatomía, presunta al menos, de la señorita en cuestión.
- Oíme, Juan – dice Don Rolo, completamente serio ahora - ¿no tenés miedo de hablar así?
-¿Miedo? ¿Debería? ¿Acaso estoy diciendo algo que lo ofenda, Don Rolo? – contesta Juan, con los colores de su rostro cruzando la línea del rosa tenue camino al púrpura.
-¿Pero cómo te pensás que me voy a ofender yo, pibe? No, si lo digo por vos nomás.
-La verdad que no comprendo qué me está queriendo decir, Rolo.
El hombre se queda callado, fuma despacio, junta las manos frente a sí. Parece como si los ojos se desdibujasen; como si buscara algún recuerdo en su memoria; como si revolviera algún mueble cerrado desde hace tiempo; como si buscase los restos de alguna ciudad milenaria. Se ha convertido en un arqueólogo metódico.
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