Era bella la cabellera del caballero. Era.
Cuando en las tardes Ernesto paseaba por el parque, cuando en las mañanas corría con pasos ágiles las veredas adormiladas, cuando en las noches su motocicleta azabache lo transportaba por las calles céntricas, todas las mujeres, aún las señoras ya maduras, todas, en fin, sin excepción, se daban vuelta a mirar a Ernesto. Él sabía porqué en ellas despertaba el deseo: tenía la cabellera más hermosa que se viera en toda la ciudad. Y su cabellera derramaba sobre él esa impronta irreprimible que despierta cualquier obsequio de carácter divino. Envidia de modelos de revistas, codicia de bailarinas de flamenco, anhelo de cuanta hija de vecino lo viera pasar, la cabellera ensortijada era objeto de cuidados infinitos. Ernesto se sabía bendecido por la fortuna, y como cualquiera que recibe una gracia de tal calibre, era por completo indiferente a cualquier manifestación de sus adoratrices. Aún cuando él mismo excitara la ya dispuesta libido de las féminas, por ejemplo, cuando se paraba sin objeto alguno frente a un local de ropa de dama, y con ambas manos revolvía su melena, o con un brusco giro la hacía flotar sutil y ondulante, no era más que para sentirse mirado, para divertirse viendo esos rostros trastornados de mujeres que aman, y envidian, y codician, y suspiran hondamente por lo que les está vedado: tener esa cabellera, o lo que por extensión es lo mismo, ser bellas.
Si hubiese tenido un poco de cuidado, si tan sólo hubiera medido las consecuencias, seguramente se hubiera abstenido de hacer lo que hizo. Un poco por diversión, otro tanto porque ese día tenía poco tiempo y le urgía deslumbrar a una dama particularmente deseable, Ernesto decidió hacer una visita al salón de belleza más afamado del barrio. Como sucede en toda tragedia, las circunstancias se combinaron con la fatalidad de una maldición. La hora a la que traspuso el umbral del salón era la más concurrida del día. Era viernes, y las damas colmaban la sala de espera, ávidas de lucir su belleza, o disimular esos rasgos groseros que natura les impone a las no tan agraciadas. Él era atendido allí con privilegiada celeridad: las mujeres le franqueaban el paso, el coiffeur, en caso de no haber lugar, dejaba en mitad de un corte, o un lavado, o una tintura a la dama que por azar hubiese ocupado el sillón reservado para Ernesto. El coiffeur tuvo gran parte de culpa. Había visto cómo las mujeres miraban a Ernesto, cómo ellas se hubieran entregado enteras al dueño de esa cabellera, y quiso un poco de esa devoción para sí. Ernesto, indiferente al mundo como siempre, se dejó hacer el lavado de costumbre. El coiffeur ensayó unos masajes capilares que adormecieron al agraciado melenudo. Sin que nadie previera qué iba a hacer, el coiffeur tomó del bolsillo de su chaqueta una tijera y recortó un encrespado mechón de cabello. Quizás tuvo la idea de usarlo como amuleto, como un talismán que conquistara la voluntad de al menos alguna dama, o caballero, quién puede decirlo ahora. El grito no lo dio el robado, sino una mujer que desde atrás contemplaba la operación. Con el grito, el coiffeur se asustó y, sin quererlo, dejó caer el rizo. Todas las miradas de las mujeres apuntaron a la misma dirección. La primera en arrojarse al suelo fue la mujer que un momento antes había gritado. Tras ella, todas las demás: una a una se lanzaron con ánimos de conseguir tan siquiera un cabello. Ernesto las observaba, ya desppabilado por completo, y reía fríamente, aún sentado en el sillón, con la cabeza inclinada hacia atrás. Lo que sucedió después es arduo de relatar. La horda de mujeres trastornadas seguía revolcándose, peleaban, se arañaban el rostro. Una levantó en su mano la parte del despojo que logró arrebatar a sus contrincantes. La mano quedó a la altura del rostro de Ernesto, que reía a carcajadas. Ahora las miradas estaban en la mano que sostenía el mechón de cabellos. La dueña del botín miró también su mano. Y quiso más. Con terror Ernesto vio cómo las enloquecidas fieras se le echaban encima, le clavaban las uñas, lo zamarreaban, indiferentes a los gritos y el dolor de Ernesto. Todas querían asir la belleza, todas tenían derecho a tomar una porción de divina cabellera.
Cuando la policía llegó sólo encontró el suelo tiznado de un miasma renegrido, el local destrozado, jirones de ropa manchados de sangre. Una oficial que tomaba notas se agachó a recoger algo del suelo. Miró a un lado y a otro. Sin que nadie la viera, se metió al bolsillo el último rizo de cabello de Ernesto, el de la más bella cabellera que jamás tendrá la ciudad.
Comentarios
Nunca se sabe cómo llega uno a los lugares cuyo camino de ida quiere recorar (?), pero es verdad, no importa, porque una vez que llegas, estás y lueog el cuerpo va solo, como cuando aprendes a andar en bici.
62 Modelo para armar me alucinó mucho y mal (en el sentido de bien, de flash). Cuando menos lo espere, lo voy a releer.
Beso!
Agradecida a Ud. por la devolución que aquí ha hecho. Y siga volviendo.
Salut!